Escribe: José Pedro Hernández Historiador y académico Universidad de Las Américas.
Cuando viajamos por la carretera hacia el sur de Chile, en la altura de Collipulli inevitablemente levantamos la vista. Allí, suspendido sobre el río Malleco, se alza un gigante que ha visto pasar más de un siglo de historias, trenes y tormentas. El Viaducto de Malleco no solo une dos laderas, también une épocas, voluntades y sueños de un país que, en 1890, buscaba transformarse a pulso de rieles y esfuerzo humano.
Cuando el presidente José Manuel Balmaceda inauguró el puente aquel octubre, Chile estaba a pocos meses de entrar en guerra civil. El ambiente político era tan tenso que, cuando viajó hacia la inauguración, el tren que lo precedía era blindado, por si algún exaltado intentaba un atentado. Aun así, Balmaceda aprovechó el momento para pronunciar uno de sus discursos más recordados, afirmando que esa colosal obra “marcaría a las generaciones venideras la época en que los chilenos sacudieron su tradicional timidez y apatía y emprendieron la obra de un nuevo y sólido engrandecimiento”. Para simbolizar la unión del país, cruzó el viaducto dos veces, primero en tren, luego a pie. Un gesto simple, pero cargado de épica.
Las anécdotas de su construcción tienen su propio encanto. Durante años se dijo que el puente era obra de Gustave Eiffel; una versión romántica, pero falsa. Eiffel pidió un presupuesto que nuestro país consideró excesivo, así que el encargo terminó en manos de la firma francesa Schneider & Cie de Le Creusot, mientras el diseño original pertenecía al ingeniero chileno Victorino Aurelio Lastarria. Las piezas se fabricaron en Europa y cruzaron el Atlántico en barco hasta Talcahuano. El primer envío llegó sin problema; el segundo, naufragó frente a las costas chilenas y sus estructuras de fierro quedaron durmiendo para siempre en el fondo del océano.
Tras la tragedia marítima vino el desafío terrestre ¿cómo mover semejantes armazones metálicas hasta el corazón de la Araucanía? La respuesta fue tan simple como titánica, numerosas yuntas de bueyes, sumadas al trabajo de la comunidad local. Entre todos, arrastraron y ensamblaron pieza por pieza, construyendo una obra que parecía más propia de una novela de Julio Verne que de un país que aún daba sus primeros pasos hacia la modernización.
La incredulidad persistió por décadas. Treinta años después de su inauguración circulaba una “leyenda negra”, al paso de los trenes, decían, caía una lluvia de pernos y remaches. Incluso se rumoreó que una productora norteamericana tenía apostado a un camarógrafo listo para filmar la caída del viaducto. Nada de eso ocurrió, por supuesto, pero la historia demuestra cuánto impresionaba esta estructura a quienes la veían.
Con el tiempo, el puente fue reforzado para recibir trenes más pesados y, en 1990, recibió la categoría de Monumento Histórico. Hoy, el Viaducto de Malleco es más que una obra de ingeniería; es un símbolo del progreso del sur, de un Chile que buscó y aún busca conectarse a pesar de sus distancias y desafíos geográficos.


